No me gustan las rubias: ¡Nueva historia disponible, en los Cuentos de Martolo!

No me gustan las rubias
Cuando Agustín Rengo vio por accidente el agitar de brazos entre la intermitencia de las olas, acompañado de los gritos de auxilio que se interrumpían por las bocanadas de agua que enmudecían por momentos a la mujer, dos cosas vinieron a su cabeza:
La primera de ellas fue la esperanza de que alguien más a su alrededor se decidiera a atravesar el fuerte oleaje para socorrerla. Pasó la vista de lado a lado, buscando con afán a alguien más que pudiera enfrentarse a la marea, pero pronto se dio cuenta de que no había absolutamente nadie a su alrededor. Maldijo el momento en el que había decidido salir a dar un paseo por la playa, justo a la hora en la que el resto de la humanidad que habitaba el pequeño pueblo costero que había escogido como lugar de vacaciones dormía la siesta que los resguardaba del calor del mediodía

Necesitamos un trofeo
El hombre empujó la puerta con su mano extendida sobre las letras cursivas ubicadas sobre el rectángulo de vidrio rodeado de gruesa madera que separaba al pequeño taller de arte que hacía las veces de oficina, de la ruidosa calle, y que dibujando un arco perfecto decían:
Salomón Koniachz,
Diseño de trofeos y estatuillas.
Al abrirse la puerta por completo, una campanilla sonó con delicadeza y el hombre sentado detrás de la barra de madera levantó la vista para ver a su visitante. En la radio sonaba “Call Me Irresponsible” de Bobby Darin y en el ambiente se sentía un fuerte aroma a madera y cloro proveniente del piso recién lavado.
— Buenas tardes. Siga, siga por favor. ¿En qué puedo ayudarle?
El hombre de unos 50 años de edad, de estatura promedio; gafas nacaradas de marco grueso; peinado con una raya perfecta que dividía su pelo — brillante por el exceso de gel— en dos zonas desde un lado de su cabeza, y de bíceps flácidos que parecían colgar debajo de su camisa de manga corta, le ofreció una sonrisa y se adentró dejando que la puerta se cerrara a sus espaldas.
— Buenas tardes, señor Koniachz. He venido porque sé que usted es uno de los mejores en el negocio de creación de estatuillas.

Brillo
— Sonia, llegó la clienta de las 2:30.
Sonia volteó a ver a Paola, quien se recargaba con su mano sobre el borde de la puerta del minúsculo cuarto que hacía las veces de cafetería y, dejando la taza con la bebida de manzanilla a medias sobre el lavaplatos, la esquivó para salir a su estación de trabajo.
La semana había transcurrido con relativa tranquilidad. Los brillos que traían los clientes habían sido soportables y eso siempre facilitaba su trabajo y le evitaba las migrañas que la cegaban por días. Era una suerte que Junior, su jefe por años, la tuviera en la nómina de la peluquería considerando sus frecuentes ausencias y, aunque la había relegado a únicamente lavados y tinturas por el riesgo que significaba hacer cortes si en el momento llegaba un cliente con un brillo cegador, no podía quejarse. Finalmente, Junior era uno de los pocos que conocían su historia y, en parte agradecido, y en parte buscando la seguridad que le traía tenerla a su lado, ya llevaban siete años juntos de trabajo y de una amistad condicional…