No me gustan las rubias
Cuando Agustín Rengo vio por accidente el agitar de brazos entre la intermitencia de las olas, acompañado de los gritos de auxilio que se interrumpían por las bocanadas de agua que enmudecían por momentos a la mujer, dos cosas vinieron a su cabeza:
La primera de ellas fue la esperanza de que alguien más a su alrededor se decidiera a atravesar el fuerte oleaje para socorrerla. Pasó la vista de lado a lado, buscando con afán a alguien más que pudiera enfrentarse a la marea, pero pronto se dio cuenta de que no había absolutamente nadie a su alrededor. Maldijo el momento en el que había decidido salir a dar un paseo por la playa, justo a la hora en la que el resto de la humanidad que habitaba el pequeño pueblo costero que había escogido como lugar de vacaciones dormía la siesta que los resguardaba del calor del mediodía, que, como él mismo había comprobado, tenía un efecto soporífero que ningún fármaco habría podido igualar.
Percatándose de su soledad, en la mente de Rengo —como lo llamaban los dos o tres amigos que le rehuían más de lo que lo frecuentaban— empezó a desarrollarse una violenta pugna entre el heroísmo y el miedo. El miedo había dado el primer uppercut, seguido de un jab de izquierda que había dejado atontado al heroísmo un breve momento. Tambaleándose, como pudo, el heroísmo se incorporó, y en una secuencia de derechazos y ganchos al estómago, retomó las riendas de la pelea.
Mientras la pelea sucedía en su mente de treintón alopécico, sus manos temblorosas intentaban quitarse con torpeza su camisa, revelando un pecho rojo por el sol, unas hebras de pelos alrededor de las tetillas, y una barriga incipiente que parecía más abultada sobre el calzón azul marino que usaba como vestido de baño.
Entonces, la segunda cosa llegó a su mente con una velocidad que superaba, por mucho, la de sus procesos mentales cotidianos: una secuencia de flashes e imágenes que le mostraban lo que pasaría desde el momento en que entrara al agua:
Pensó en el esfuerzo que le costaría llegar a la mujer y en cómo iba a nadar hasta ella usando todo lo que su cuerpo le permitiera y, cuando este se rindiera, todo lo que su mente se hubiera guardado hasta este, su momento definitivo. El llamado de la vida para que pudiera demostrarse y demostrar a los que lo juzgaban de qué estaba hecho.
Con toda la fuerza de sus brazos y piernas, inyectadas con la voluntad de un titán, llegaría hasta ella y le diría: —No se preocupe, ya estoy aquí—. Luego, con más intención que fuerza, la abrazaría con uno de sus brazos mitad rojo y mitad blanco a la altura de su camisa, mientras con el otro y sus piernas delgadas, desafiaría a la peligrosa corriente de resaca que estaba arrastrando a la mujer. En el momento en que tocara con sus pies el fondo del mar, la tomaría en sus brazos y la cargaría hasta la playa donde la dejaría caer con suavidad y le tomaría el pulso presionando su cuello con dos dedos — como había visto tantas veces en televisión—. Allí, sobre la arena y a salvo del agua, movería su cabeza hacia atrás, abriría su boca y comenzaría a darle respiración boca a boca, en ciclos de tres bocanadas seguidas de la presión en el tórax, con las palmas de las manos entrelazadas sobre su corazón y en conteos de tres.
Repetiría esta secuencia una y otra vez, esperando a que reviviera, hasta que en un momento de desesperación, al ver que no respondía, le gritaría, como tantas veces había visto en televisión: —¡Vive, maldita sea! ¡No vas a morir en mis brazos hoy!— mientras golpeaba su pecho con violencia en un nuevo ciclo.
Entonces, cuando pensara que todo estaba perdido, ella, como arrancada de las manos de Caronte, abriría sus ojos y vomitaría chorros de agua salada que ensuciarían su cara de ángel. Él limpiaría delicadamente sus labios carnosos, su cuello delgado y sus mejillas rosadas con su camisa, y luego la abrazaría para decirle: —Ya estás bien. Hoy no ibas a morir. No si yo estaba cerca—. Entonces, ella se abrazaría a su cuello y le diría: —Vielen Dank, mein Herr. Sie haben mein Leben gerettet—. Y él, sin saber una palabra de alemán, entendería su agradecimiento, y luego miraría sus ojos azul violáceos, como los atardeceres que el mar le regalaba en las tardes, y su risa blanca como los caracoles que arrastraban las olas. Ella, aún aferrada a su cuello, lo halaría con ternura y lo besaría en los labios con el beso más apasionado que su debilidad permitiera. Él devolvería el beso apretándola entre sus brazos y luego la cargaría hasta el hospital donde, mientras esperaban los resultados de los análisis, él le limpiaría la sal seca de su piel con una toalla húmeda, viendo cómo dormía tranquila, rindiéndose al cansancio.
Cuando les dieran el alta, él, sintiéndose aún responsable por su cuidado, caminaría con ella hasta el cuartito del modesto hostal donde se había hospedado. En el camino, mientras ella anduviera con paso lento, empezaría a rozar su mano con la de él, en cada vaivén de su brazo, hasta que ambas manos se encontraran y se anudaran con ternura. Juntos contemplarían sobre la calle de suelo polvoriento cómo sus sombras lánguidas se unían en una sola silueta bajo el sol que se escondía detrás del mar.
Al llegar, la acostaría en su cama para que descansara, mientras él se sentaría en la incómoda silla de plástico de la habitación para cuidarla. Y aunque ella insistiría en que se acostara a su lado, él se rehusaría y pasaría la noche en vela en la silla hasta que el cansancio lo vencería a la madrugada. Entonces, cuando el cielo apenas empezaba a clarear, ella abriría los ojos y lo vería allí, retorcido en la silla, protegiéndola. Se pondría de pie e iría hasta él, tomándole la mano y arrastrándolo a la cama. Harían el amor bajo la única sábana de poliéster hasta que el sol saliera por completo, y el hambre y la sed los obligaran a salir de la cama.
Esa mañana desayunarían juntos y hablarían en alemán, en el poco inglés que ambos sabían, y en el español que él trataría de enseñarle. Luego caminarían por el pueblo, comprarían collares de cuentas iguales y se prometerían llevarlos siempre. En la tarde, mientras todos hacían la siesta, ellos harían el amor bajo los cocoteros de la playa y se prometerían que estarían juntos sin importar lo que pasara.
Llegaría el momento en que cada uno tendría que regresar a su país. La despedida sería triste. Se abrazarían con fuerza y jurarían que cada minuto estarían pensando en el otro y que mantendrían el contacto permanente hasta que pudieran verse de nuevo. Cada noche, —para él, la mañana para ella— se harían largas llamadas de video por WhatsApp, entendiéndose cada vez un poco más. Después de poco más de un mes de extrañarse como nunca antes lo habían hecho, decidirían verse de nuevo. Ella viajaría al país de Rengo y, estando juntos de nuevo, decidirían no volver a separarse. Ella se quedaría con él y abandonaría todo en su Alemania natal.
Los padres de ella, su hermana y un grupo numeroso de sus amigos viajarían al casamiento, y sus propios padres, divorciados desde que estaba en la cuna y enemistados de por vida, viendo su felicidad, harían una tregua para acompañarlo en su día. La ceremonia sería sencilla pero hermosa. El lugar sería la misma capilla en la que se habían casado sus abuelos. Él la esperaría en el altar con un traje azul que le recordaría el color del mar que había traído a Inga —que así se llamaría— a su vida, y ella entraría con su pelo rubio recogido y sus ojos azules brillando como estrellas en la noche, mirándolo a él. Solo a él, como si no existiera nada más en su vida.
Luego de la boda vendrían los hijos. Un niño y una niña. El niño, para su tristeza, heredaría su piel blanquecina, que se tornaba roja incluso en días nublados, y su cuerpo de hombros estrechos y rodillas juntas. Su hija, por otra parte, tendría la belleza de su madre potenciada en su máxima expresión. Serían felices por unos buenos años. Luego, llegaría la crisis. Primero, económica. Los negocios no andarían bien, y el dinero escasearía, y luego, la crisis de pareja. Ella se fijaría en un no tan joven escritor mediocre, y la cantidad de reuniones de trabajo, en horas extrañas a las que tendría que acudir sin falta, se incrementarían con una frecuencia ridícula. Él, intuyendo la infidelidad, intentaría infructuosamente engancharse con una de las mujeres de su trabajo, pero ellas lo rechazarían y lo denunciarían ante recursos humanos. Lo despedirían, y él se vendría abajo, bebiendo en casa desde la mañana, viendo cómo su esposa lo rechazaba y lo engañaba. Entonces, llegarían el divorcio, la separación de bienes, la custodia de los hijos, la pensión alimenticia, las visitas cortas y las noches largas en soledad. Y su vida se convertiría en un intento infructuoso de volver a encontrar el amor y la estabilidad que nunca llegarían.
Estando a punto de arrojarse a las olas, que parecían cada vez más grandes, se detuvo. Vio de nuevo a la mujer entre los intervalos que los picos de las olas le permitían, con los brazos extendidos, la cara de angustia y gritando con cada vez menos fuerzas, buscando ayuda desesperadamente. No estaba seguro de que ella lo hubiera visto. Con lentitud, tomó su camisa del suelo y se la puso, e hizo lo mismo con sus anteojos de sol y su sombrero de playa. Giró su cabeza de lado a lado, confirmando que nadie más estuviera cerca, y mientras emprendía el camino de regreso a su hostal —mientras el pueblo entero dormía—, se dijo en voz alta:
— Total, no me gustan las rubias —.
FIN