Brillo

— Sonia, llegó la clienta de las 2:30.

Sonia volteó a ver a Paola, quien se recargaba con su mano sobre el borde de la puerta del minúsculo cuarto que hacía las veces de cafetería y, dejando la taza con la bebida de manzanilla a medias sobre el lavaplatos, la esquivó para salir a su estación de trabajo.

La semana había transcurrido con relativa tranquilidad. Los brillos que traían los clientes habían sido soportables y eso siempre facilitaba su trabajo y le evitaba las migrañas que la cegaban por días. Era una suerte que Junior, su jefe por años, la tuviera en la nómina de la peluquería considerando sus frecuentes ausencias y, aunque la había relegado a únicamente lavados y tinturas por el riesgo que significaba hacer cortes si en el momento llegaba un cliente con un brillo cegador, no podía quejarse. Finalmente, Junior era uno de los pocos que conocían su historia y, en parte agradecido, y en parte buscando la seguridad que le traía tenerla a su lado, ya llevaban siete años juntos de trabajo y de una amistad condicional.

El día en que Sonia llegó con veinticuatro años y un título de estética y cosmetóloga que bien parecía que podía haber sido descargado de un curso dictado por internet, Junior la recibió con la falta de cortesía típica de su narcisismo. Le pidió algunas fotos de su trabajo cortando pelo, y ella le mostró un par tomadas con su celular que, claramente, por el parecido físico, eran de sus hermanas o primas. Le pidió que volviera al día siguiente con todos sus materiales de corte, y ella llegó treinta minutos antes de que siquiera alguien hubiese abierto el salón, que siete años atrás había iniciado en un local en la planta baja de un pequeño edificio residencial en un barrio de clase media, y que creció hasta ocupar los dos locales contiguos. Junior, llegó más tarde que los demás y la vio como si apenas recordara haberla contratado. Hicieron juntos un pequeño tour del lugar que olía a pinol y al aroma que desprenden los pelos cuando se les seca con secador.

Le asignó una silla al fondo del salón, acompañada de un tocador con todos los elementos indispensables para hacer su trabajo, un espejo grande, y algunas cremas de la marca brasilera que Junior vendía en su salón. Le pidió que, por ese día, únicamente atendiera a las clientes que él le asignara, y no le tomó mucho tiempo caer en la cuenta que, únicamente, le estaba enviando a aquellos clientes que le caían mal, o a los que no les gustaba tener una conversación mientras los atendía.

Dos semanas después de haber iniciado, mientras se dirigía al salón de belleza, Sonia se subió al bus en su paradero habitual, se sentó en una silla al lado de la ventana y, tres estaciones más adelante, vio cómo la puerta delantera se abrió, y lo que para ella era una luz brillante como un sol, sin rostro ni cuerpo, se movió hasta quedarse sentada a su lado. Cerró los ojos para evitar el brillo que la cegaba, y pudo oír las monedas del cambio del pasaje, caer en el bolsillo de la chaqueta de su compañero de viaje. Apretó los ojos y giró la cabeza para no tener que verle, pero no pudo. — “Que sea mayor, que sea mayor” — pensó, casi rogando, y luego sintió la pulsión incontenible de mirarle. Abrió los ojos y le dio un vistazo rápido. La luz que emitía era tan fuerte como en el momento en que se subió, pero al tenerlo tan cerca, pudo verlo con un poco de detalle. Era un hombre joven.

Calculó que podría tener unos veinticinco años. Vestía con una chaqueta de cuero café y un bigote forzado a salir en una piel más bien lampiña. Olía a uno de esos desodorantes que tienen la intención de convertirse en un sustituto de la colonia —sin lograrlo—, y se aclaraba la garganta cada 30 segundos. Apretó los ojos e hizo la matemática de siempre. Veinticinco. Va a morir a los cincuenta.

Mantuvo cerrados los párpados y contó las paradas que hizo el bus. En la sexta, abrió los ojos y se deslizó entre el asiento y el hombre, y luego bajó del bus. Una vez fuera, se dio cuenta de que había calculado mal, así que tuvo que caminar las cinco cuadras que restaban para llegar al salón de belleza, sintiendo el fuerte palpitar en su cabeza, y viendo pequeñas figuras psicodélicas que bailaban en la periferia de su campo de visión. Ese día, dejó decolorar más tiempo del necesario el pelo de una cliente, que terminó perdiendo una buena porción por el descuido y, a un joven de unos trece años que le había pedido un corte en degradado, le había pasado la máquina con la cuchilla cero, dejándolo con apariencia de pandillero salvadoreño. Todo esto antes de las tres de la tarde. Junior, la llamó a la salita de café con la intención de, al estilo Máster Chef, pedirle que recogiera sus tijeras y cuchillas y se fuera a su casa, pero ella, decidida a no perder un empleo más. Le rogó que ese día, al cerrar, le diera quince minutos de su tiempo, para contarle algo importante. Él accedió de mala gana.

Sonia salió del salón y pasó por la farmacia a tres locales de distancia, para comprar un medicamento que aliviara su migraña. Después, siguió hasta la cafetería de la esquina, donde el olor a café recalentado y a empanadas encerradas en una vitrina metálica con un bombillo que las mantenía calientes, le dieron ganas de vomitar. Se sentó, pidió una bebida aromática, y esperó con los ojos cerrados y la cabeza recostada en la pared grasosa hasta que fueran las 7 pm. Volvió al salón con el dolor de cabeza casi extinto y encontró a Junior, bajando, con ademanes exagerados, la puerta metálica que protegía la fachada del salón y, que llevaba años siendo vandalizada por los hinchas de algún equipo de fútbol y otros aspirantes a grafiteros que solo lograban mamarrachos indescifrables.

— Junior. — La voz de Sonia le llegó desde atrás.

Junior se volteó a verla y recordó la cita acordada. — Sonia — le respondió sin ocultar su desánimo —, vamos al frente y nos tomamos algo. —Cruzaron la calle y ambos sintieron que la brisa fría de la noche que llegaba, les golpeaba la cara. La lluvia había arreciado en la tarde, y aún se veían en el suelo algunos charcos y más adelante, un desagüe obstruido por tierra, hojas, colillas de cigarrillos, y cuánta basura había arrastrado el agua.

Dentro del local, una tienda de abarrotes, que en las noches transmutaba, convirtiéndose en un bar de luz escasa, música fuerte y olor a destilados poco finos. Junior pidió un trago de whisky y Sonia una cerveza nacional. En el equipo de sonido de parlantes que parpadeaban con secuencias de luces de colores, sonaba una canción que había sido un éxito en la década de los ochenta, y que ambos conocían bien.

—Bueno, Sonia. Si me trajo aquí a convencerme de que no la eche, pues creo que no es tan fácil. Lo de hoy nos hizo perder clientes, y cada cliente que se va molesto con el servicio, se lo cuenta a todas las personas que puede.

— Yo sé, Junior. Le pido una disculpa por eso. Pero quiero contarle la razón de por qué pasó esto hoy.

— A ver, con qué me va a salir. La oigo.

Sonia lo miró a los ojos, y mantuvo su mirada fija en él, mientras trataba de darle estructura a lo que le iba a contar, para que no pareciera el relato de una persona enajenada, sino algo con algún posible asidero a la realidad. Pero, por más que lo intentó, su mente, simplemente no pudo hallar una ruta en el laberinto de hechos y emociones que la habían marcado desde que, siendo una niña, había sido consciente de su condición. Junior, no sintiéndose intimidado con el contacto visual, la apuró.

— A ver, mujer, que no tengo toda la noche. Mi esposo me está esperando y no tiene idea de cómo puede ser de celoso ese hombre. No le gusta nada que llegue tarde — mintió Junior, de quien era más que sabido por sus empleados, que él era el celoso de la relación.

Sonia bajó la mirada a la botella, la tomó en su mano y dio un trago largo. Entonces empezó su relato:

Le contó que, desde que tenía unos seis o siete años, había empezado a ver alrededor de las personas, una especie de vapor luminoso y de distintos colores. — Si lo que se está imaginando es que yo podía ver el aura, no se trata de eso. Es, más bien, como el vapor que emana del cuerpo de las personas, cuando salen de una ducha muy caliente, o de un baño turco, pero más espeso. Es un vapor que se mueve con las personas a donde vayan.

— Le aclaró. — Desde entonces, lo he podido ver en el día, y en la noche. Algunas veces, más brillantes, y otras más menos. También, pude ver las diferencias, a veces sutiles, y a veces marcadas entre los colores: algunos verdes, azules, amarillos, naranja, y otros rojos. Cada uno de ellos, brillaba con una intensidad distinta. A veces, podía ver los verdes, como si estuvieran bajo una luz negra y brillaran con intensidad neón, pero a veces, el color podía ser de un rojo tenue. Casi apagado, como el que recuerdo que tuvo mi abuela Rosalba cuando yo era muy niña—.

Junior la escuchaba con atención, recostado en su silla y con los brazos cruzados sobre su pecho. El local había empezado a llenarse de humo de cigarrillo y a Junior le preocupó que el olor se adhiriera a su pelo. De vez en cuando, se inclinaba hacia adelante para dar un sorbo rápido a su whisky, pero volvía inmediatamente a recostarse en la silla de piel roja sintética y patas cromadas.

—Le conté a mi mamá sobre los “brillos”. Era tan pequeña que no tuve otra forma de describírselos y, desde entonces, los he llamado de esa manera. — continuó —. Para ese entonces, a mi papá se lo había llevado el cáncer hacía poco más de un año, y mi mamá apenas podía pagar las cuentas con su trabajo. Así que, al principio, no me puso mucha atención creyendo que estaba inventando cosas, pero después de un tiempo insistiéndole — pues pesar de mis años, podía entender que no era algo normal—, decidió llevarme al oftalmólogo. “Todo normal con Sonia, doña Raquel”, le dijo a mi mamá, y desde ese día no volvió a prestarle atención al tema, ni yo a molestarla con él.

A medida que más empleados con trajes grises y corbatas baratas llegaban a la tienda, para olvidar otra jornada de trabajo en un empleo que detestaban, el volumen de la música se iba incrementando. El dueño de la tienda había hecho la nada sutil transición de los éxitos románticos de los ochenta a una lista de canciones de despecho interpretada por cantantes de voz nasal, que, para el oído poco entrenado, podrían parecer la misma persona. El sonido de copas, de brindis y de risas explosivas y alborotadas de las personas que llegaban por un trago que se convertía en diez, obligó a Sonia a hablar más fuerte, y a Junior a abandonar su posición y a poner los codos sobre la mesa, acercando su cara a ella.

— Sonia, sigo esperando la parte en la que esto que me cuenta tiene que ver con lo que pasó hoy. ¿Podemos avanzar? —Instó Junior, con notable desagrado en su voz.

Sonia miró el rostro un tanto inexpresivo de Junior, a causa de un lifting que no convencía a nadie de su tardía juventud, y le costó un esfuerzo enorme no levantarse de su silla y dejarlo allí, solo, en medio del ruido, el olor a cigarrillo y playlist de música anticlimática para el desarrollo de su historia.

— Déjeme seguir un poco más, Junior. Por favor. —dijo en tono sosegado.

Junior miró su reloj y pensó que, aunque no estaba dispuesto a admitirlo, el relato lo había intrigado justo lo suficiente como para querer quedarse un poco más. No tenía por costumbre pasar tiempo fuera del salón de belleza con sus empleados, pues creía que eso debilitaría su imagen como jefe; pero ya había tomado la decisión de que Sonia se fuera sin importar a dónde los llevara su historia, así que esta podía considerarse una excepción. Levantó la mano a una mesera que esquivaba con agilidad las sillas apretadas del lugar, y pidió otro whisky para él y otra cerveza para Sonia.

— Durante los primeros años, traté de entender si los colores y la intensidad de los brillos significaban algo, pero no pude encontrar un patrón particular. Los brillos más rojos y débiles parecían más frecuentes en personas más viejas. Ya le conté que mi abuela Rosalba lo tenía, pero también podía verlo, algunas veces, en personas más jóvenes. — Se detuvo un momento e inclinó la cabeza hacia atrás un poco, mirando hacia el techo.— Recuerdo que no sé a qué edad, me llevó mi mamá al hospital, de urgencia, por un dolor muy fuerte al lado de mi estómago. Mi mamá pensó que era una apendicitis. Cuando llegamos a la sala de urgencias, recuerdo haber visto a un niño más o menos de mi edad. Su brillo era de un rojo muy tenue, casi apagado. Todavía lo recuerdo sentado sobre las piernas de su padre, con la cabeza recostada en su pecho y con la piel muy pálida. Lo vi cansado, como si no tuviera fuerzas siquiera para abrir completamente los ojos. Luego, entendería por qué me había causado tanta impresión.

La mesera se acercó y, con falta de entusiasmo, dejó sobre la mesa un vaso de whisky con hielos pequeños que empezaban a derretirse, y una cerveza nacional que no había pasado una hora completa dentro del refrigerador.

— Cuando tenía nueve años — siguió su relato, notando que Junior había comenzado a dejar mayores lapsos de tiempo entre cada vez que miraba su reloj —, mi mejor amiga en el mundo era Carmela. Vivíamos a una calle de distancia y todos los días nos encontrábamos para tomar juntas el bus para el colegio. Nos sentábamos juntas en clase y, cuando mi mamá tenía que quedarse más tiempo en el trabajo, me quedaba en casa de Carme hasta que mi mamá pasaba por mí.

Con Carme nos contábamos todo. Que su papá tenía una novia, y que los había visto besándose en un carro rojo a dos cuadras de su casa, pero que no le había contado a su mamá. Yo le conté que, desde que mi papá había muerto, mi mamá llegaba cansada en las noches y, a veces, la podía oír hablando sola con él, como si estuviera en el cuarto con ella. También, le conté de los brillos, y a ella, le pareció la cosa más fascinante del mundo. Me dijo que era magia y me preguntó si había intentado hacer volar cosas, o encantar a la gente con solo mirarla. Le respondí que no, que solo veía los brillos y, aunque sentí que la falta de otros “poderes” la decepcionó un poco, desde ese momento se sintió emocionadísima de que su mejor amiga fuera alguien tan especial — yo no lo veía así, claramente —.

Me preguntó de qué color era su brillo, y yo le respondí que era una mezcla de verde y amarillo. Como el de una naranja cuando apenas comienza a ponerse amarilla al madurar. Me preguntó qué tan brillante era y le respondí que más que el de la mayoría de las personas que veía en un día normal.

— Debe ser que soy más especial que las demás personas, ¿no?—dijo. Después de eso, nos recuerdo sentadas en los recreos del colegio, Carmela, preguntándome cómo eran los brillos de todos los niños que pasaban frente a nosotros, y yo, respondiéndole pacientemente: azul, verde claro, verde intenso…

Sonia guardó silencio y un vacío de dos décadas llenó los siguientes segundos. Su mirada se enfocó en algún lugar del techo de la tienda, donde Junior entendió que se habían manifestado sus recuerdos. Cuando regresó a la conversación, vio en sus ojos un brillo acuoso que no alcanzó a convertirse en lágrimas por obligarse a mantenerlas adentro. Junior, experto en manipular a las personas para obtener lo que quería, sabía que se puede fingir el llanto y se puede fingir la compostura, pero no se puede fingir un desliz de la memoria como el que acababa de ver en Sonia. Su historia, por muy fantasiosa que sonara, era cierta. O, al menos, lo era para ella.

— Ese mismo año, mi mamá y los papás de Carmela, que se habían vuelto amigos gracias a nosotras, decidieron que nuestra primera comunión la íbamos a hacer en una misma fiesta para las dos. Así se ahorraban un poco de gastos y, por supuesto, para nosotras fue la mejor idea del mundo. Carmela y yo estuvimos metidas en cada detalle de los preparativos. Sentíamos que tener un día únicamente para nosotras, para que nos vieran y nos admiraran, era lo mejor que nos habría de pasar en la vida. Pero, cuando llegó el día de la fiesta, las cosas no salieron como yo esperaba. Ese día, muy temprano en la mañana, cuando nos encontramos para ir a la iglesia, noté que el brillo de Carmela estaba de un amarillo muy intenso. — Hoy estás brillando, Carme — le dije y, ella se puso feliz, pensando que en realidad era, como solía decirme, más especial que los demás, en el día más especial para ella.

— Para el momento en que salimos de la iglesia, estrenando la obligación de confesarnos y comulgar, el brillo estaba aún más fuerte y, cuando comenzó la celebración en casa de Carme, brillaba tan fuerte que no podía siquiera verla. Era como ver directamente al sol. Traté de estar lo más lejos que pude o darle la espalda para que no me dolieran los ojos y la cabeza, pero después de un rato evitándola, mi mamá se puso furiosa. Ese día, además de la primera ostia, tuve la primera de las migrañas que me producen los brillos y que me envían a la cama por días. Ah, y también, ese día recibí la primera cachetada que mi mamá me daría en la vida, convencida de que estaba teniendo un arrebato de envidia, porque Carmela había recibido más y mejores regalos que yo y porque su papá estaba ese día con ella, mientras el mío, llevaba tiempo en una tumba. Ese día la odié por haberme pegado. Estuve tentada a explicarle lo del brillo de Carmela, pero ese era un tema del que hacía años dejamos atrás, por el estrés que le causaba tener que llevarme a ver médicos, sin tener el dinero para pagarlos. — Luego añadió:— Aún hoy me siento mal por ella. Después de todo lo que hizo por darme una primera comunión que se pareciera a las de las niñas con dinero, yo arruiné todo. Terminamos regresando a casa temprano en la tarde, y solo me dejó estrenar mis regalos un par de meses después.

— ¿Y Carmela? ¿Qué pasó con ella después de ese día? — preguntó Junior, genuinamente intrigado.

— El día siguiente volví al colegio. Mi mamá no se creyó lo de mi migraña por más que insistí, así que me llevó hasta la puerta del colegio para asegurarse de que entrara y no me quedara en casa ese día, como quería. Llegué directo a la enfermería para que me dejaran pasar un rato allí. Me dieron un par de pastillas y terminé pasando buena parte de la mañana en una camilla, hasta que la enfermera me dijo que lo mejor sería que me fuera para mi casa. Llegué temprano sin avisarle a mi mamá siquiera. Ese día no vi a Carmela, pero, al día siguiente, el dolor había casi desaparecido y pude reencontrarme con ella en el paradero del bus. Estaba estrenando una diadema con un moño azul en el costado, zapatos negros brillantes, y un perfume muy dulce y chicloso que después de unos minutos empecé a sentir en el fondo de mi garganta. El brillo que le había visto el día de nuestra fiesta había vuelto a ser casi el mismo de siempre, pero ahora, el color era de un naranja intenso.

— Después del incidente en nuestra primera comunión, mi amistad con Carmela cambió. Asumo que en esto tuvo mucho que ver la influencia de sus padres, quienes consideraron que mi “berrinche” en la fiesta, les había causado vergüenza con su familia y amigos, y había arruinado el momento estelar de su niña. Siempre he creído que, después de ese día, le habían prohibido que fuéramos mejores amigas. Los años siguientes seguimos viviendo cerca y seguimos yendo al mismo colegio, aunque en la secundaria nos habían separado en cursos distintos. Para cuando cumplí diecisiete años, Carmela y yo rara vez hablábamos.

Mientras yo estaba enfocada en estudiar y en ayudar en mi tiempo libre a mamá vendiendo ropa en un pequeño local que había alquilado en el barrio y que ayudaba a pagar las cuentas de la casa, Carmela había hecho un grupo de amigos nuevo del que no se separaba. Parecía otra persona cuando estaba con ellos. Había empezado a vestirse con ropa que mi mamá jamás me hubiera permitido usar y, con frecuencia, la veía en el parque del barrio, fumando, tomando y abrazada a alguno de los “novios” que le duraban hasta que la llevaban a algún motel o al asiento trasero de sus carros tuneados. Su brillo también había cambiado para ese entonces. El vapor naranja que vi después de nuestra primera comunión se había convertido en uno rojo intenso, como la sangre. Pero su brillo era opaco. A veces me costaba verlo a la luz del día. Era como… ver un fuego extinguiéndose.

— ¿Cómo el de su abuela Rosaura? — preguntó Junior. —

— Rosalba — Corrigió Sonia —. El color se parecía, pero el de Carmela era más tenue. Mucho más tenue. — Levantó la botella de cerveza de la mesa y la acercó a su boca, pero se detuvo justo antes de dar un trago, tratando de recordar si algún detalle se le estaba escapando a su relato. Luego, parpadeó y levantó la cerveza hasta que el líquido pasó por su garganta.

— ¿Qué pasó con Carmela, Sonia? Solo habló de ella en pasado hasta ahora. ¿Murió?

— A los 18 años. Estaba con uno de sus novios de esa época. Esteban. Llevaban juntos unos tres meses. El tipo andaba mentido en cuentos raros con agiotistas y quién sabe qué cosas. Estaba rodeado de gente mala. Todos en el barrio lo sabíamos. Dicen, — porque nunca supimos a ciencia cierta— que llegaron una noche a buscarlo a su casa dos hombres, con tan mala suerte de que Carmela estaba con él. O, a lo mejor, lo hicieron precisamente porque ella estaba con él esa noche, porque a ella la torturaron y la mataron de una forma horrible. A Carmela la dejaron en el departamento, y el cuerpo de Esteban se encontró desmembrado una semana después, en un basurero.

— ¡Qué espanto de muerte, Sonia! — Junior hizo una mueca de desagrado, como las que hacía cuando llegaba alguna cliente con el pelo en mal estado. — ¿Dieron con los que los mataron?

— No pasó nada después de aquello tan horroroso. Ni un solo detenido. Una investigación corta y el “no pudimos hacer más” de siempre. Pero, la muerte de Carmela me dio, por fin, la claridad sobre lo que veía en las personas. —Continuó— Verá, Junior, hasta ese entonces, ver los brillos ya se habían convertido en algo de todos los días para mí. Ya no lo cuestionaba ni le buscaba un significado desde hacía años. De alguna manera, era lo mismo que le sucede a alguien con miopía. Simplemente, se acostumbra a ver el mundo a su manera. Pero, cuando Carmela murió, todo tuvo sentido y al mismo tiempo, todo se me vino abajo.

Sonia, que tenía las manos sobre la mesa, las retiró y las puso sobre sus muslos. Las frotó sobre sus piernas lentamente, como queriendo quitar arrugas que no existían. Sus ojos seguían sus movimientos.

— Los brillos me cuentan historias, Junior —dijo, manteniendo el movimiento sobre sus piernas —. El día de nuestra primera comunión, el día en que Carmela brilló como el sol, fue el día exacto en que se cumplía la mitad de su vida. El brillo marcó el punto medio de su existencia, y desde ahí, hasta que murió, su brillo se fue extinguiendo. Pocos días después de su muerte, hice las cuentas, y cuadraron a la perfección. Carmela brilló exactamente el día en que su vida llegó al medio término. — Miró alrededor de la tienda a cada una de las personas que se encontraban allí, haciendo un inventario de vidas por vivir y de muertes por venir—. Junior la imitó con curiosidad.

— Sonia — al oír su nombre, se encontró de nuevo con Junior y su pelo largo hasta la nuca, con mechones teñidos de blanco — ¿puede ver su propio brillo?

— No. Nunca lo he visto.

— Entonces, ¿puede saber dónde empieza y acaba la vida de todos los demás, menos la suya?

— Sí, Junior, para mi fortuna.

— ¿Fortuna? —preguntó Junior —. ¿No cree que es un regalo saber cuánto le queda de vida? ¿Saber el tiempo que le resta y aprovechar cada segundo?

— Esto no es ningún regalo. He tenido que ver cómo cambió el brillo de mi mamá hasta que murió. He visto encenderse el brillo de la mitad de las personas a las que quiero y he intentado evitar, todos los días, hacer la matemática de cuánto tiempo más van a estar aquí, pero es imposible. En cada persona que veo, hay una fecha de vencimiento. A veces son viejos, y me digo: es la ley de la vida. Pero a veces la veo en niños o en personas tan jóvenes como Carmela cuando murió. Por eso evito pasar cerca de colegios y hospitales. No puedo ver niños o personas jóvenes en sus últimos momentos. Me dan náuseas verlos con sus papás o con sus amigos, sin saber que en unos años ya no van a estar.

— Sonia, pero si esto de los brillos ha sido algo tan duro cuando se trata de su familia o amios, ¿por qué no equilibrar la balanza? ¿Por qué no le ha sacado provecho con extraños? Si quisiera, podría estar cobrando mucho a las personas que sí quisieran saber cuánto les queda. Es más, en lugar de estar aquí pidiéndome que la deje volver al trabajo, si quisiera, podría estar llenándose de plata los bolsillos. — Junior movió el vaso haciendo girar dentro los pequeños trozos de hielo que quedaban, y luego acercó el vaso a la boca, tomando el último sorbo de whisky aguado, con un par de hielos que empezó a masticar ruidosamente. Puso de nuevo el vaso en la mesa, y lo apartó con el anverso de la mano, hacia donde estaba Sonia —. Mire, no quiero decir que no le crea, Sonia. Pero, debe admitir que esta no es una historia normal. Es decir, si usted llegaba hoy al trabajo y solo me decía que tuvo una migraña, pues creo que hubiéramos tenido una conversación muy diferente. ¿Por qué me está contando todo esto?

— Primero, esto no es algo que yo haya pedido, Junior. Nací con esto no sé por qué ni para qué. Nadie más en mi familia ha tenido algo semejante, y no sé de nadie más en el mundo que pueda tenerlo. Lo que para usted es un regalo, para mí es algo que preferiría no tener. Las veces que he decidido usarlo para ayudar a otras personas, las cosas han salido mal. Cuando he querido que supieran la oportunidad que tenían de llenarse de vida antes de su muerte, los resultados, no fueron los que yo esperaba.

— Puedo preguntarle, ¿por qué razón?

— Porque decirle a alguien cuándo se va a ir, no significa que aprenda a apreciar más el presente, ni hacer de cada día un día único, ni ver más a las personas que quieren, ni que renuncien a su trabajo para seguir su verdadera pasión, ni hacerlos más espirituales, ni mucho menos, mejores personas. Saber cuándo se van, les pone una fecha de vencimiento. Les recuerda todos los días el tiempo que les queda y, en lugar de hacer de esto algo liberador, empiezan a cumplir una condena. Cada vez que ven el calendario, saben lo que se les está escapando. Son conscientes de lo que están perdiendo y no va a volver, de lo que dejan de hacer con ese tiempo. Las personas a las que he querido ayudar, en lugar de cambiar su vida, desarrollaron un profundo miedo al tiempo. Miedo a no estar haciendo lo que deberían, a no estar usando su tiempo en lo que realmente importa, porque, al parecer, ninguno de nosotros sabe qué es lo que realmente importa: ¿hacer una familia?, o ¿ser egoístas y dedicarnos solo a nuestras pasiones y placeres?, o tal vez, ¿conseguir dinero para darse la vida más cómoda posible? Nadie lo sabe, Junior, y, por eso, los he hecho miserables. En lugar de liberarlos para que aprovecharan su vida, los convertí en esclavos de la muerte.

Junior no supo interpretar si el monólogo que Sonia acababa de hacer, acelerando las frases apasionadamente y sin tomar el aire suficiente para terminarlas, era improvisado o eran frases que habían madurado con ella, buscando un momento para pronunciarlas. Sonia parecía cansada al final de la última frase. Él, entendió que la mujer sentada al frente, se había jugado sus últimas cartas al pronunciar aquellas palabras, con las que intentaba convencerlo de retenerla y permitirle permanecer en su trabajo. Todo en la historia que acababa de oír parecía tan ajeno a su realidad, a las personas que frecuentaba y a las historias que oía, y a la vez, tan convincente, y tan lleno de heridas y nostalgia, que no tenía claro qué hacer. Había estado tentado a preguntarle cómo se veía su brillo, pero la última intervención de Sonia lo había prevenido de hacerlo. Sin embargo, la única pregunta que empezó a invadir su cabeza era: ¿cómo podía sacar provecho de esto? Para él, todo podía convertirse en una negociación. Si quería quedarse a trabajar con él, tendría que dar algo a cambio, y no estaba pensando en la calidad de sus peinados.

— Está bien, —dijo—. Voy a dejar que se quede — pero antes incluso de que Sonia pudiera sonreír, Junior continuó —, pero a cambio de su trabajo, voy a necesitar que nos pongamos de acuerdo en tres cosas.

— Las que quiera, Junior. Yo solo quiero, por una vez en mi vida, tener un trabajo que me dure. Que me dé tranquilidad.

— La primera es que usted puede volver a trabajar, pero solo para hacer lavados y tinturas. Ningún corte. Es un riesgo. ¿Está de acuerdo con eso?

— Sí, Junior. Estoy de acuerdo. —contestó Sonia.

— La segunda: No le voy a pedir el color de mi brillo. Me ha convencido de que, tal vez, no sería lo mejor para mi salud mental. Pero sí quiero que me diga si ve una diferencia grande entre el brillo de mi esposo y el mío. Específicamente, si él morirá primero que yo. —La petición tomó por sorpresa a Sonia, quien frunció el ceño al oírla—. No soporto la idea de ser viudo. Si él se va a ir primero, prefiero decir adiós ahora, y no en su funeral. Así puedo buscar a alguien que esté conmigo hasta el final y, usted me va a ayudar a que así sea. — Sonia atinó a únicamente asentir ante la petición.

— Y la tercera — Junior se aseguró de que Sonia estuviera prestando toda su atención, y luego mira a ambos lados para asegurarse de que nadie estuviera oyéndolos (una precaución innecesaria, por el volumen de la música, que apenas permitía que se oyeran entre ellos). — Después de la pandemia, las cosas nunca volvieron a la normalidad. Mantener abierto el salón me ha costado mucho dinero, y ya no viene la misma cantidad de gente que antes. He pensado pedir un crédito al banco, pero, si lo que usted me cuenta es cierto, tengo una idea mejor…

La expresión de Sonia cambió de la intriga a la preocupación en un segundo.

— Necesito que me informe acerca de las clientes que estén más cerca de… usted sabe. De irse.

— ¿Para qué quiere eso, Junior?

— Para pedirles préstamos personales. Para muchas de ellas, soy más que su estilista. Soy su amigo y confían en mí. Si les cuento cómo están de mal las cosas, y la posibilidad de que el salón cierre, van a perder su rutina y también, a un amigo, así que estoy seguro que me van a prestar el dinero, pero, con su ayuda, solo tendré que pagarles hasta el día en que mueran. Y mientras menos falte para eso, mejor.

— Junior, esto me parece horrible. ¿Cómo se le ocurre siquiera que podría hacer eso? — respondió Sonia confundida. Creía saber acerca del carácter ególatra de Junior, pero nunca pensó que él pudiera plantear una cuestión semejante.

— Sonia. No sea ingenua. Usted quiere trabajo y tranquilidad por una vez en su vida. Yo le doy el trabajo y, para su tranquilidad, estoy dispuesto a darle el 25% de los créditos que consiga. Piénselo. Puede ser un muy buen dinero.

Sonia giró su cabeza para ver hacia la puerta. Miró a través de ella y se fijó en la noche y la calle fría y hostil, y luego giró su cuerpo encarando a la salida, evitando la mirada de Junior, quien en ese preciso instante, pensaba que tal vez, su propuesta había llegado demasiado lejos, y que la mujer saldría de la tienda y no volvería a verla de nuevo. Ella, tomó su bolso con ambas manos y se apoyó en el espaldar de su silla para ponerse de pie. Antes de empezar a caminar, se acercó al oído de Junior y, en voz baja, pero lentamente, le dijo:

— 40 %. No es negociable.

Esquivó las sillas de la tienda con menos pericia que la mesera, y salió a la calle girando hacia la derecha.

FIN.


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Necesitamos un trofeo